¿Quiénes son los argentinos que están en el Salón de...

2022-06-25 03:08:12 By : Mr. Zhixue Wang

by Juan Cruz Russo 21 junio, 2022, 12:25 pm

Varios son los personajes argentinos que dejaron su nombre tatuado en el Salón de la Fama del Boxeo. Desde IZQUIERDAZO, decidimos hacer un conteo de todos y cada uno de ellos.

Tras tiempos difíciles, Pascual Pérez se consagró como el campeón que el pueblo argentino necesitaba, primero con medalla olímpica, luego como campeón mundial.

Pérez logró con éxitos, habilidad y entrega absoluta, para sorpresa de muchos, que sus compatriotas vuelvan a ilusionarse con el pugilismo.

Pascual Nicolás Pérez nació en Tupungato, Mendoza, Argentina, la fría mañana del 4 de mayo de 1926. Fue el menor de nueve hermanos, en el seno de una familia de recolectores de la vid.

En cercanías a Rodeo de La Cruz, Pérez comenzó a frecuentar un gimnasio de esa zona. Primero, por curiosidad. Tiempo más tarde, por vocación y por gusto.

Ante la negativa de sus padres, Pascualito insistió y recurrió al amparo de un tío que había sido boxeador, de nombre Juan Pérez.

Su físico podía generar prejuicios, que se esfumaban cuando lo empezaba la acción. Con poco más de un metro y medio, junto con unos 45 o 46 kilogramos, pegaba cual peso pesado.

Quizás, por esas cualidades, es que muchos lo bautizaron como “El Pequeño Toro de La Pampa“, por su bravura, que lo asemejaba con Luis Firpo.

A los 22 años, trabajaba como empleado en la Cámara de Diputados, mientras combinaba sus labores con el boxeo.

Se ganó el derecho de representar a Argentina en los Juegos Olímpicos de Londres 48. Estaba a plenitud la época de gloria del boxeo olímpico argentino.

En 1923, Luis Ángel Firpo demostró que un argentino podía pisar los máximos escenarios del boxeo, y sus compatriotas siguieron el ejemplo.

Entre los Juegos Olímpicos de 1924 en París, y los de 1932 en Los Ángeles, los boxeadores argentinos cosecharon 11 medallas olímpicas: cuatro de oro, cinco de plata y dos de bronce.

Cuando Pascual Pérez emprendió el sueño olímpico, el boxeo argentino pisaba suelo firme. Sin embargo, su aventura no estuvo ajena a la controversia.

Y es que Pascual fue descalificado antes siquiera de sostener su primera pelea en Londres 48 por excederse del límite del peso mosca.

Ante la sorpresa de Pérez, los supervisores se dieron cuenta del error: estaban confundiendo a Pascual con su compañero Arnoldo Parés, que peleaba en peso gallo.

En la final, por la medalla de oro, Pascualito derrotó al italiano Spartaco Bandinelli, para coronarse campeón olímpico.

En un día histórico, ese mismo día, otro argentino, Rafael Iglesias también ganó medalla de oro en la categoría pesada.

Como era de esperarse, la legendaria revista El Gráfico le dedicó la portada a Pascual Pérez, y un bello reportaje a la hazaña del Toro para Argentina.

Nicolino Locche transformó su simpatía y su poco convencional forma de pelear en una marca registrada. Con la misma, agigantó su figura de ídolo nacional en la República Argentina.

Noche a noche, entre esquives, movimientos veloces, y actos propios de un fenómeno circense, se ganó las ovaciones de toda la nación. No daba pelea, sino que brindaba un espectáculo distinto.

No había sangre, brutales nocauts, y hasta se dice que durante varios minutos de combate ningún deportista conectaba una sola mano. Al principio, los fanáticos lo miraban de costado.

“Esto no es boxeo, viejo”, se murmuraba en las filas aledañas al ring. Al tiempo, el público entendió que era una forma diferente que no se conseguía en ninguna otra parte del globo terráqueo.

Pero, para que esta imagen perfecta del boxeador que no recibió golpes tuviera un aval histórico, faltaba el cinturón.

Ya había combatido con fenómenos como Joe Brown, Ismael Laguna y Carlos Ortíz, quien terminó por decir que era un conejo.

El país en pausa cuando el tunuyanino se calzaba los guantes, como rezaba el tango: “Esta noche minga de yirar, si hoy pelea Locche en el Luna Park”.

Su gran noche fue la del 12 de diciembre de 1968. Tokio lista para admirar esta guerra, que arrancó con la iniciativa de quien hacía las veces de local.

El mendocino esquivó y jugó con su izquierda durante los primeros cuatro rounds. A partir de esa campanada, acelerador a fondo en busca del cetro.

Con el correr de los minutos, la frustración y el cansancio por la cantidad inútil de combinaciones lanzadas, junto con el dolor por los impactos recibidos, hicieron mella en el físico del hawaiano.

En el octavo round, buscó impactar con un cruzado de mano izquierda y terminó en la lona por la sorprendente cintura de su contrincante.

Para el décimo, el abandono de Paul Fuji fue inevitable. Con los ojos cerrados y la mueca del agotamiento en su rostro, se terminó su reinado.

Así se transformó Nicolino Locche en nuevo campeón del Consejo Mundial de Boxeo, en la categoría de los superligeros, ante 10.000 espectadores presenciales, y miles de compatriotas prendidos a la transmisión radial en la madrugada argentina.

Víctor Emilio Galíndez es miembro del Salón de la Fama del Boxeo en Canastota desde 2002, y su marca imborrable perdura hasta hoy en el box de Argentina.

Víctor Galíndez se consagró campeón mundial mediopesado AMB, en 1974, tras vencer a Len Hutchins en el Luna Park. Dicho logro lo transformó en el primer argentino que obtuvo el campeonato en su país.

Entre sus grandes duelos, se encuentra el que mantuvo con Richie Kates, quien le abrió un corte tremendo con un cabezazo sobre su ceja derecha, el 22 de mayo de 1976, con sitio en Johannesburgo, Sudáfrica.

Galíndez noqueó a Kates en los últimos 10 segundos de tal contienda, la que terminó ciego y ensangrentado, pero triunfante.

El Leopardo de Morón se limpió tantas veces la sangre de su rostro sobre la camisa del árbitro Stanley Christodoulou, que ya parecía el delantal de un carnicero.

La mítica prenda forma parte del selecto grupo de elementos que se exhiben en el Salón de la Fama, casi a modo de trofeo.

Si alguien suma Argentina y boxeo, el primer resultado siempre será Carlos Roque Monzón. Considerado, casi por unanimidad, como el mejor boxeador argentino de la historia.

Existen ecuaciones a las que cualquier seguidor de esta apasionante disciplina se adecua, casi por decantación. Sin embargo, un asesinato es la sombra que oscurece el legado de este boxeador.

Carlos Monzón es la representación perfecta del ídolo argentino: soberbio, desordenado, maleducado, pobre, mujeriego, vicioso.

Pero, además, con esa pizca de lucidez que le permite deshacerse de la falta de profesionalismo casi cuando la primera campanada llega a sus oídos.

Por otro lado, a Escopeta también se le reconoce la sumatoria de alegrías que dio a sus fanáticos, que siempre le fueron incondicionales.

Y lo hizo en una época en la que su pueblo encontraba en el deporte un respiro, un pequeño tramo de ripio entre tanto barro.

Con unas pocas pertenencias en una bolsa de arpillera, el morocho arribó a Unión. Siendo fanático de Colón, se metió en el gimnasio de la contra.

La cual la frialdad se hizo presente en su humanidad. Entendió que estar ahí no lo hacía menos Sabalero, sino que lo haría menos pobre.

Amílcar Brusa, respetuoso como ningún otro, lo recibió, y regó la charla entre ambos con toques de amabilidad.

Dilucidó, mientras lo analizaba en acción, algo que nadie más había encontrado en el santafecino: su insistencia, su empuje y que voltearlo era una tarea titánica.

Ringo Bonavena siempre dijo que la experiencia es un peine que te llega cuando te quedás pelado. Sin embargo, Brusa lo obtuvo con el flequillo que le raspaba las cejas.

Transformó un tarambana en un atleta y dos puños raquíticos en un par de bolas demoledoras. No existía tope que se interponga en su carrera, y le llegó entonces la gran prueba: Nino Benvenuti, campeón mundial mediano en 1970, que le dio una chance por juzgarlo como un rival ignoto y se arrepintió durante el resto de su vida.

El argentino fue claro, pensante y preciso a la hora de contragolpear, por lo que le requisó el cinturón a su colega italiano con un tremendo nocaut.

Lo midió con un jab de izquierda, y sacó su característico directo de derecha en cuanto su oponente quedó posicionado a su gusto. Manejó las distancias con un magnífico juego de piernas a través de los 12 rounds que duró el espectáculo.

Se consagró mundialmente, y no sólo se sentía invencible entre cuerdas. Los excesos de siempre retornaron a su vida, exagerados, y con ansias por tomar el control.

Con poder, con fama, todo se potencia. Lo bueno comienza a valer más, y lo malo también. Violento y alcohólico, generó episodios desagradables, propios de las peores bestias, con cualquiera de sus parejas.

Enormes pugilistas quedaron genuflexos a la potencia de sus ataques, como José “Mantequilla” Nápoles, Emile Griffith, Tom Bogs o Rodrigo Valdez. Esa fuerza también la usó contra muchos civiles. Todas sus parejas lo denunciaron por violencia, y asesinó a su última acompañante, la modelo uruguaya Alicia Muniz.

Juan Carlos Lectoure, popularmente conocido como Tito, comenzó a trabajar en el Luna Park el 14 de septiembre de 1956, 33 años después de la velada que Luis Ángel Firpo protagonizó junto a Jack Dempsey. La fecha tiene suma importancia para el boxeo argentino.

La cuestión venía en la sangre. José Lectoure, su tío, compró una de las manzanas más populares de la Ciudad de Buenos Aires. Durante los años 30 y junto a su socio Ismael Pace, José pudo hacerse con el lugar comprendido entre las calles Corrientes, Bouchard, Lavalle y Madero.

Tito ofició de boletero, portero y acomodador. También se desempeñó en tareas de mantenimiento y manejo del personal, dentro del mítico Palacio de los Deportes. Luego del fallecimiento de Pace en un accidente automovilístico, las viudas de ambos socios se quedaron con el establecimiento.

Para sorpresa de muchos, Juan Carlos fue designado como promotor principal de las veladas de boxeo, pese a tener jóvenes 22 años. Con la rapidez que lo caracterizó siempre, tuvo elementos justos para ganarse el respeto de los boxeadores y entrenadores. Se acomodó en el ambiente.

Si bien Lectoure estaba a cargo de las veladas que se desarrollaban los miércoles y los sábados, ninguna de sus decisiones se ponían en marcha sin contar con el visto bueno de Ernestina, su tía y pareja, por extraño que suene. Lo estelar era propuesto por él, pero concretado por ella.

El romance fue oculto. Ernestina, 18 años mayor que Juan Carlos, no demostraba su amor en público, y trataba de no otorgar entrevistas a la prensa. Siempre en las sombras, mientras su sobrino regaba el Luna Park para hacer florecer a sus más vivos años.

Según el prestigioso periodista Ernesto Cherquis Bialo, todo se daba a escondidas, pero estaba cronometrado a la perfección. Ningún detalle escapaba de las manos de esta pareja, para que la cuestión amorosa pueda mantenerse bajo siete llaves y en silencio.

“Él llegaba en taxi, por la mañana y bien temprano”, reveló Cherquis Bialo. “Ernestina aparecía en su Mercedes Benz, cerca de las 14 horas. Los domingos, cerca de las 18, se reunían en la amplia oficina de la señora, que contaba con un Quinquela Martín legítimo y autografiado”.

Según el analista de boxeo, el amorío fue perfectamente mantenido por ambos, así como también por aquellos integrantes de la familia. Aún hundidos en sospechas y suspicacias, no dejaron que el secreto escape hacia los micrófonos de aquellos correveidiles de la época.

“Era uno de los pocos momentos de soledad absoluta. En el estadio, solamente se encontraba Don Benito, el sereno. Nadie perturbaba, porque a nadie se le debían explicaciones. Ni siquiera a Doña Celina, la mamá de Tito, que vivía con él en un departamento frente al botánico”, continuó.

Después de una dilatada y galardonada trayectoria, Juan Carlos Lectoure tiró la toalla el primero de marzo de 2002, a los 66 años, junto a su amada Ernestina. Ella vivió hasta 2013, postrada en una silla de ruedas y con el poco entendimiento que el mal de Alzheimer le permite a sus víctimas.

En su testamento, la ama y señora del Luna Park le dejó el 95% del estadio a Cáritas Argentina y a la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco. El restante 5% fue para la familia de su sobrino.

Amilcar Oreste Brusa hizo del trabajo honrado una religión. Sacrificado, serio y responsable, elevó su talento natural al máximo. Su historial se vio acrecentado y coronado por los galardones que Carlos Monzón obtuvo bajo su dirección técnica.

Amilcar Brusa nació en Colonia Silva, Santa Fe, el 23 de octubre de 1922. Como se estilaba en la época, fue anotado años después en la Ciudad de Santa Fe, allá por 1928. Fue el primogénito y único varón de su núcleo. Su padre administraba una gran chacra y su madre era ama de casa.

Brusa comenzó a practicar boxeo en Santa Fe, bajo las órdenes del histórico Juan Luis Crespi, quien supo ser uno de los boxeadores más importantes de Argentina en el amateurismo. Juan Manuel Morales también le dio las órdenes, y le enseñó mucho de lo que transmitió después.

Destacado por su físico, el santafesino hacía ruido en el Luna Park. Perdió una final por el torneo de los Guantes de Oro, pero fue campeón en Novicios y de los Barrios. Se coronó en varios certámenes, lo que le valió aprendizaje y conocimientos múltiples.

Estuvo muy cerca de participar en los Juegos Olímpicos que se celebraron en Londres para 1948, los primeros después de la segunda Guerra Mundial. Lamentablemente, perdió con Rafael Iglesias, que obtuvo la medalla de oro en la categoría de peso pesado de la competencia.

Nuevamente radicado en Santa Fe, para mediados de 1951, Don Amílcar se transformó en segundo principal. Una vez que salía del Banco Español, su empleo principal, iba corriendo a los gimnasios de Asoem y de Unión de Santa Fe, club de sus amores.

A principios de 1960, un pibe de 17 años se presentó en el gimnasio del Tatengue. Tenía siete peleas en el campo aficionado, pero estaba a un paso de alejarse del boxeo. Lo habían estafado con algunas bolsas, y parecía no tener lo necesario para llegar a la cima. Era Carlos Monzón.

Recorrieron un largo y exitoso camino juntos. Monzón logró ser campeón del mundo, algo que no hubiera podido hacer sin Brusa. A su vez, el entrenador se colgó la medalla más importante de su carrera, algo que no hubiese podido lograr sin Escopeta.

La leyenda santafesina tuvo 80 combates amateurs y 100 como profesional. En las tres derrotas que tuvo como profesional, su gran maestro no estaba en la esquina. Jamás lo vio perder en su carrera rentada, y eso fue motivo de orgullo para quien cumpliría 100 años prontamente.

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