Entonces, un pícnic - Manuel de Lorenzo

2022-09-24 03:00:22 By : Ms. Sabrina Lee

VARIOS DE mis amigos reconocen que les encanta cocinar. Debe de haber algo cautivador en explorar recetas exóticas, experimentar con ingredientes pintorescos, enredar entre cacerolas, morteros y pasapurés. Ellos se recrean evocando la figura del chef doméstico, con su delantal de espalda cruzada, su bandana estampada, una copa de chardonnay y cuatro fogones al servicio de la creatividad. A uno se le da bien, al parecer, el hyderabadi biryani; otra domina las elaboraciones con algas; hay una que es experta en la causa limeña —que es un plato y no un ideal político—; y otro insiste cada dos por tres en que tenemos que probar su crimuta. Por motivos implícitos, siempre que nos juntamos para comer tenemos la prudencia de hacerlo en un restaurante. A la vista de todo el mundo. Donde no se vea uno obligado a tener que catar la crimuta de nadie.

Solemos quedar una vez al mes. En esta ocasión, el día fijado fue el pasado sábado, pero en lugar de recurrir a la hostelería, acordamos probar otra opción. Todos estamos muy sensibilizados con lo ocurrido este verano en Galicia. Cerca de dos millones de turistas visitaron la comunidad en los meses de junio, julio y agosto. Son números descontrolados, cifras que pesan demasiado. Semejante volumen de viajeros acarrea, por necesidad, consecuencias muy serias. Resulta imposible no sentir la huella de esa marabunta atestando las playas, las terrazas y las tiendas de suvenires. Todavía resuenan los ecos de la muchedumbre agolpándose en los peajes y los aeropuertos. Los hoteles al completo. Los pisos turísticos, agotados. Reservas de varios días de antelación en los restaurantes. Hileras interminables de clientes en los comercios, locales abarrotados, gente cayéndose por las ventanas de los bares, pasajeros encaramados a los autobuses y paseantes curioseando por todas partes, comprando a su paso cuanto se les pusiese por delante.

El veraneo ha colmado Galicia y todos los sectores lo han notado. Se han vendido más zapatos, se han llenado los supermercados, en las estaciones de servicio se han detenido más vehículos a repostar. Pero quienes más han percibido el impacto del turismo han sido, probablemente, los hosteleros. Algunos, desafortunadamente, no han tenido más remedio que multiplicar el precio de sus habitaciones y menús. Se han detallado casos de restaurantes tan saturados que, al llevar al banco el efectivo de la caja, sus propietarios han estado al borde de la hernia discal. Cientos de personas que se encontraban cómodamente en el paro han encontrado trabajo de golpe y porrazo, sin previo aviso. El turismo no ha traído a Galicia nada más que dinero, reputación y empleo. Y esos pobres hosteleros, sujetando el timón desde el principio, también merecen tener tiempo para contar sus billetes o reposar.

"Entonces, un pícnic", dijo la de las algas cuando el compromiso con el descanso de la hostelería quedó patente. Nos hicimos con un mantel, llenamos unas mochilas con comida y bebida y pusimos rumbo al monte. Se presentaba ante nosotros una experiencia enriquecedora. A todos nos ilusionaba la idea de comer en plena floresta, de improvisar sobre la marcha, de sentir esa conexión con el lado indómito del ser humano, que siempre emerge cuando uno se adentra en lo profundo del bosque.

Llegamos a un claro y extendimos el mantel sobre el suelo. La incomodidad de sentarnos como los indios, sobre hierbajos, ramas secas y plantas que se clavan en la piel nos recordó la pureza de aquella experiencia, su esencia casi mística. Sonreímos y abrimos unas latas de conservas, dispusimos las bandejas de embutido sobre el mantel, descorchamos una botella de mencía y brindamos con nuestros vasos de plástico, blanditos y de sonido amortiguado, que provocaban que el sabor del vino fuese indistinguible del de un garrafón de tres al cuarto. Por suerte, no hubo tiempo para la frustración o el desengaño: un ejército de hormigas, entre otros muchos bichos, se había apoderado mientras tanto de las conservas y el fiambre. Había insectos de todo tipo: reptadores, voladores, trepadores, interventores. Sentimos la ebullición de la naturaleza allí mismo, ante nuestros ojos e incluso en nuestras propias carnes, ya que algunas de aquellas sabandijas se nos habían metido en los pantalones y ahora ascendían hacia lo desconocido.

Tardamos un buen rato en recomponernos, en librarnos de la decepción, pero al fin tuvimos unos minutos de calma para adquirir perspectiva y ser conscientes del hermoso lugar que nos rodeaba. No podíamos echarnos a descansar si no queríamos ser engullidos por las alimañas, pero todavía podíamos ir a pasear. Podíamos hacer una excursión por los alrededores. "Bajo los árboles", dijo uno. "Envueltos por los matorrales", comentó otro. "Hacia ninguna parte", pensamos todos. ¡Entre orugas, culebras y ratones!

—¿Os apetece venir a casa a probar mi crimuta?