Generación — Edición El Cambio

2022-04-20 09:31:15 By : Ms. Lucy Xia

Generación es la revista cultural de EL COLOMBIANO. El cambio es el tema de este mes, el hilo conductor para celebrar que regresamos renovados.

Cuando se vislumbran elecciones en el país nuestros políticos no solo aceitan sus grandes y pequeñas maquinarias sino que también dan media vuelta a las perillas de los fogones de la cocina nacional. Las ollas chiflan como trenes de vapor, los sartenes crujen más que de costumbre y los restaurantes de las plazas de mercado se preparan para recibir a esos alegres comensales que suelen aparecer sin falta cada cuatro años.

Corbatas y delantales parecen estar en extremos opuestos. Mientras la prenda por excelencia de los políticos les ayuda a reflejar una imagen de pulcritud y elegancia, los delantales están para recoger mugre y salpicaduras de grasa y salsas. Sin embargo, la política y la democracia guardan una entrañable relación con la cocina y el estómago. Por supuesto, más allá de seguridad alimentaria, estoy hablando de estrategias políticas: enviar mensajes a través de la relación con la comida para seducir a los votantes es cuento viejo y una de las ideas que motivó al antropólogo hindú Arjun Appadurai a proponer el término “gastropolítica” hace ya cuatro décadas.

De modo que, una vez las campañas se ponen en “alto”, la escena política empieza a desvelar los sabores de nuestra democracia. Lo primero que degustamos es una suculenta dosis de comida callejera, típica y popular. Candidato sentado en un caspete con un vaso desechable de masato en la mano y una almojábana en la otra. Candidata, rodeada por su comitiva, cucharea un sancocho en medio de una olvidada plaza de mercado. Candidato conversa con panadero de barrio mientras mordisquea un palito de queso. Candidata suda ante una bandeja paisa en la Plaza Minorista. Candidato agarra sonriente una empanada en un puesto ambulante. Candidata palpa con propiedad un aguacate en un humilde puesto de verduras y frutas. En las fotos, capturadas por el mismo ojo, aparecen los políticos en ropa informal, posición de atenta escucha, risueños, estrechando la mano del vendedor o poniendo la mano en la espalda de la cocinera como forma de aprobación y cariño.

Todo parece muy casual, muy espontáneo, pero detrás está el marketing político: mostrarse sencillos, empáticos, orgullosos de lo popular, sensibles a los problemas de los más vulnerables, conocedores e interesados por los productos y la comida del pueblo. Ya lo dijo Nelson Rockefeller en 1966: “Ningún hombre —o mujer, agrego yo— puede esperar a ser elegido (...) sin ser fotografiado comiendo un perrito caliente en Nathan's Famous”. Nathan's Famous vendría siendo esa plaza de mercado, ese carro de comida de la esquina, ese sitio donde se consigue lo más barato y común. Pero tengo la sensación de que una vez llegan al poder, una vez se decide su futuro en las urnas, las vituallas y cenas de los políticos se parecen más a los banquetes con champaña y lujosas viandas que se sirven en el palacio Arzayús, una de las locaciones de El Delfín, la novela de Álvaro Salom Becerra que satiriza el fenómeno del delfinismo y los privilegios de esta especie en Colombia.

Recuerdo los problemas de salud de uno de mis tíos de la política después de sus arduas y corajudas campañas al Congreso por allá en los años ochenta y noventa. Colesterol alto, sobrepeso, problemas digestivos, fatiga crónica. ¿Y es que cómo se niega un político a comer lo que ofrece o le ofrecen en los barrios, desde buñuelos y chorizos hasta bandejas paisas y sancochos de bagre y de gallina, pasando por mazamorras, gaseosas, dulces y, por supuesto, licor, si así es que asegura que la población lo vea como uno más de ellos? ¿No se dan cuenta en las lomas de que esa manera desaforada de comer anticipa de alguna forma toda la jalea real que se va a echar al buche una vez posesionado?

Pero además de la comida que saborean los políticos en la calle y en los barrios, está la que ellos mismos ofrecen en reuniones de campaña. Platos de lechona, sancochos, arroz con pollo, arroz chino y cerveza si el evento es en estratos bajos. En ese caso, para todos hay refrigerio así los asistentes no voten finalmente por quien organiza el encuentro; hacer presencia, firmar una planilla y aparecer en las fotos ya es en cierta medida el pago y lo que necesita el político para lustrar su fachada de candidato apoyado. Si la reunión ocurre en estratos altos, donde nadie aguanta hambre y hay otra relación con la comida, el político se mimetiza como un camaleón y se iguala ante los posibles votantes: bajo normas de etiqueta meseros elegantes ofrecen aromática, café y unos cuantos pasapalos gourmet sin asegurarse de que alcance para todos. Eso sería mal visto.

A mis doce años de edad trabajé en la campaña política de mi tío Fabio. Era la primera vez que en el país se iban a elegir alcaldes mediante el voto popular. Mi tarea y la de algunos primos —que hoy ya chapalean como delfines— fue preparar cientos de sánduches de mortadela y quesito, refrigerio que luego los encargados del transporte repartirían entre los votantes que debían recoger en los barrios de la ciudad. Pero más que sabor a sánduche, los días de elecciones tienen sabor a tamal, y aunque jamás he visto que alguien cambie su voto por este platillo de masa de maíz relleno con carnes y verduras, cocinado y envuelto en hojas de plátano, estoy seguro de que es lo primero que se le vendría a la cabeza a cualquier colombiano que le pregunten por los sabores de la democracia. El tamal podría estar perfectamente en nuestro escudo patrio.

Así como el amor entra por el estómago, algunos candidatos también conquistan a buena parte de su electorado por esta vía, la del mercado básico con una libra de arroz, aceite, panela, dos latas de atún, café y tres yucas a cambio de una equis en el tarjetón. Y son astutos: una vez elegidos, no hacen mayor cosa para suplir las necesidades básicas de sus electores, más bien tienden a mantener intactas las condiciones de vida y el statu quo, lo que al final les asegura que cada cuatro años van a encontrar gentes dispuestas —cansadas, incrédulas, sin oportunidades, olvidadas, por lo tanto desinteresadas de los asuntos públicos y de la política— a cambiar su voto por un fiambre o una bolsa de comida.

Aquella vez, el candidato del tío ganó la alcaldía y hubo tremenda celebración en la sede de la campaña. Desde entonces, los días de elecciones siempre me han parecido días únicos, particulares, festivos, como cuando la selección Colombia juega un partido mundialista: todo el país gira en torno al partido y al resultado. Por ese carácter cívico también son días para comer afuera, pedir un domicilio, ir a comer un salpicón o un helado a ese lugar cercano al puesto de votación. La diferencia es que como hay ley seca, la tendencia es a libar a hurtadillas en casa y, por supuesto, en las sedes de las campañas. Está comprobado que lo prohibido sabe mejor. Después de tanta comida, sancochos, tamal, bandejas y postres, es normal que los fogones les den paso a las botellas. Con los primeros boletines vienen los primeros tragos, bien sea de aguardiente, whisky o ron, cualquiera sirve para celebrar la inminente victoria o para llorar la derrota y la inversión perdida. En el menú de nuestra democracia cabe hasta un incomible político chamuscado, pero lo que sí debería declararse perjudicial para la salud es comer cuento.

Revista cultural con 82 años de historia. Léala el primer domingo de cada mes. Vísitela en www.elcolombiano.com.co/generacion y en el Instagram revista_generacion

© 2022. Revista Generación. Todos los Derechos Reservados. Diseñado por EL COLOMBIANO