Chevron grande

2022-06-25 03:02:39 By : Ms. Laurel Zhang

Fotograma de 'El marido de la peluquera', dirigida por Patrice Leconte.

Vuelvo de cortarme el pelo un poco emocionado. De verdad que pensaba que todo iba a ir fatal cuando la peluquera ha rasgado una bolsa negra de basura para ponérmela de delantal. Es como si se hubiera puesto a diluviar e intentases hacerte el MacGyver. ¿Habéis visto A Ghost Story? Desconozco si es marca de la casa o se habían quedado sin el material habitual porque era mi primera vez allí. Tenía cita en el salón de al lado de la oficina pero me anularon una reunión en el centro y lo más fácil era buscar por el barrio. “Peluquerías buenas aquí cerca” escribo siempre en Google y después le doy al botón “Voy a tener suerte”, tan en desuso, tan mágico. Esa es la razón por la que no me fideliza ningún peluquero. Me he mudado tantas veces y tengo la agenda tan descalabrada que casi nunca le confío mi cabeza al mismo. Decidí que no repetiría donde la última vez porque tenía hora a las 17.30, llegué a menos siete y el peluquero me dijo que tenía otra clienta entre medias, pero se jugó cinco euros con su compañera a que conseguía dejarme listo antes de que llegara. Lo que sucedió después no os sorprenderá. Así que fui al salón francés de debajo de casa y ahí esperaba Antusa. Con los brazos en jarra, pantalones cargo de color negro y camiseta blanca ancha se encaramaba sobre unos tacones amarillos de 10 centímetros, quizá no el calzado ideal para pasar el día de pie, pero su dignidad era incuestionable. “Siéntate ahí por favor”. Su tono era regio, serio, expeditivo, como si el sargento Hartman de La chaqueta metálica se hubiera presentado en una fiesta de transformismo. “¿Cómo lo quieres?”, me dijo. “Muy corto por los lados y el flequillo a lo Tintín”, le dije. “Vale, te voy a pasar la máquina. Quítate la mascarilla, que tengo que ver cómo es la forma de tu cara”, me dijo. Y a partir de ahí, la conmoción. Nunca nadie se había tomado esas molestias de fisonomista conmigo. Tímido le enseño mi rostro serio y asustado y es entonces que Antusa se aleja y entorna los ojos como un buen cubero. Puedes imaginarla haciendo cartografías tridimensionales, jugando con las escuadras y cartabones que planean en su pensamiento. Me avisa de que puedo cubrirme y ahí es cuando desenfunda. Me da machetazos cortos y precisos, rara vez en la misma zona. "Simplemente retiré del bloque de mármol todo lo que no era necesario” explicó Miguel Ángel cuando le preguntaron por la maestría con que esculpió el David. Y eso mismo es lo que está haciendo ahora mismo con mis mechones. “A ti / lo que pasa / es que no / te han estudiado / el contorno de la cabeza / nunca”, explica poco a poco, con sus pausas para segar y observar. “Cuando metes la máquina y sigues la forma del cráneo, después el pelo crece a toda velocidad, y por cómo es la tuya, si no haces pequeños desniveles se te va a quedar como si fueras E.T.”. ¿Insinúa que no juega con la mejor materia prima? “Necesitaba un corte de pelo —sobre todo en la nuca— urgentemente, como solo podría necesitarlo un niño pequeño con una cabeza casi tan grande como la de un adulto y un cuello fino y delgado”, decía J.D. Salinger del niño Teddy. La de Antusa es una esgrima retórica impresionante y la ejerce contra absolutamente ningún rival porque yo solo asiento. “Llevo estudiando esto 27 años, no es cosa de un día”, proclama totalmente ajena a que millones de pelitos microscópicos inundan mi cuello y las cuencas de mis ojos. Hay veces que se queda pensando, calcula un ángulo y hace una embestida furiosa —solo esa—, después se aleja y estudia el lienzo como haría Pollock; es un personaje de El gran Lebowski. Cuando acaba con la maquinilla se hace con unas tijeras romas que a veces utiliza como navaja y os juro que cuando se cambia de lado las gira sobre su dedo índice fingiendo que maneja un colt. Ahora me está enroscando la cabeza como si quisiera hundírmela en el esternón. Me aprieta fuerte y casi se sube sobre mis hombros. Ejerce una presión que de verdad no considero razonable, pero los resultados parecen buenos. “Para presumir hay que sufrir”, pienso. Y pienso: “Zamora no se ganó en una hora”. Ella corta y otea, pero no mira directamente al campo de batalla, sino que sus manos van por un lado y sus ojos se posan en el espejo que nos muestra a ambos como un tetris imposible. Somos el camarote de los hermanos Marx encima de una silla de barbero. Solo falta la música de Pere Ubu para que esto parezca un asesinato ritual porque me tironea del pelo hasta levantarme la barbilla. Creo que está calculando su fuerza y si podría arrastrar unos fardos de trigo como harían dos bueyes. ¿Será maltrato esto? "Tú duermes de lado, ¿verdad? —adivina—. Es por eso que tienes remolinos en las sienes". Ahora parece que ha quedado satisfecha y me dice que nos encaminamos hacia el lavabo pero no lo hace con dulzura, sino al modo de Mary Poppins, en plan “Niños, ha llegado la hora de recoger”. Una señora que parece parroquiana ha entrado hace dos minutos y nos observa comiendo unas palomitas imaginarias mientras mi estilista se llena las manos de champú. No me masajea y yo lo agradezco. Siempre me ha parecido un poco obsceno hacer de ese momento una fisioterapia, prefiero la mucho más profesional silla del dentista porque ahí todos sabemos a lo que vamos. Antusa no me pregunta si el agua está a mi gusto por primera vez en mi vida y es gracioso que me abrase, pero no pienso quejarme porque esto es inhabitual y por fin estoy viviendo cosas nuevas. Después me ha echado gomina sin yo pedírselo. De verdad que todo esto parece una gran performance de cámara oculta cuando comienza a peinarme y se le cae al suelo la boquilla del secador. O a lo mejor la ha tirado voluntariamente como si fuera la anilla de una granada porque ni hace el amago de recogerla. Con ella todo parece a vida o muerte, y más ahora que planta sus palmas sobre mi frente, abarca un área de pelo e intenta hacer cogollos con él ayudándose del aire caliente hasta dar con su Mona Lisa: mi mejor yo. No puedo evitar sonreír cuando me enseña la forma perfecta de mi nuca con su espejo de mano y que alrededor de esas geometrías nítidas quedan pelitos eléctricos que ha pasado de retocar con la cuchilla: No se cuestiona el arte. "La melancolía es lo hecho desde la convicción de que el dolor es inseparable de la belleza", le leí al escritor Chus Fernández. A mí me cuesta pronunciar palabra pero le digo que quiero volver siempre, que ha sido una experiencia alucinante y solo ahí me confiesa su nombre, pero mejor lo escribe en una tarjeta, “que es un poco raro”; es cuando Antusa sonríe por primera vez. Vuelvo a casa y me miro en todos los espejos que veo a mi paso, y hasta en los cristales de los portales que hacen reflejo. Las canas que me salieron en el confinamiento brillan más que ayer y la forma de mi cabeza alienígena nunca ha sido tan respetada. La belleza absoluta que vivieron Stendhal o Jep Gambardella a sus 16 años solo vale 9,99 euros.

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